Setenta rotaciones.

| sábado, 26 de febrero de 2011 | 1 comentarios |
La amargura es congénita, así de simple. Hoy vi a mi padre, rabiando y gritando por imbecilidades, de las cuales ni siquiera le habría dado importancia hace 25 años. Cada día que pasa se acerca más y más a la actitud de su padre -obviando, claro está, la coprolalia a flor de piel de mi abuelo-, lo que me da para pensar. Yo mismo me he dado cuenta que poco a poco me he ido convirtiendo en lo que simplemente se puede definir como "viejo culiado"; huraño, medio gritón y sedentario. No quiero llegar a ser como mi padre, que hace años admiraba y sólo queda de él la triste visión de un racista, homofóbico, incapaz de autocriticarse e irresponsable entidad molecular. Mi abuelo es lo mismo, con el plus de que aparte de todo lo nombrado anteriormente, cada cinco o seis palabras incluye las palabras o frases "pico", "pichula", "venga el burro", "¿y a dónde?" y una sarta de sinsentidos.

Que fácil es la vida para algunos seres: unos viven felices y despreocupados mientras los abuelos de sus parejas ayudan económicamente a sus hijos y otros se aíslan de la realidad, la amoldan y la acomodan para que se centre en ellos. Los demás, nosotros, el resto, vive con el peso de tener que aguantar -de forma ineludible- esta masa amorfa.

Hoy cumpliste setenta años. Lastimeramente y como siempre, desde que te conocí, pedías como deseo morir, morir mañana mismo. Quise hacerte el favor y acuchillar tu cuello, pero mis ganas de evolucionar y dejar esa marca genética como recesiva hicieron que soltara el cuchillo, tomara el pastel de chocolate y caminara hacia la puerta de la casa. Y los vi criticándose mutuamente bajo el agua mientras yo llegaba a la orilla y tomaba una bocanada de aire, con mis nuevos órganos respiratorios.