Se vio al espejo que se encontraba en la sala. Quedó estático, no por el miedo, no por el asco, sino por el placer que recorría su cuerpo. Se miraba a los ojos y se mordía el labio. Saboreaba con éxtasis aquel líquido de sabor metálico que recorría su cara. Volvió en si. Apiló los cadáveres en el centro de la sala, instaló los explosivos alrededor de ellos y de la casa. Mientras camina fuera del sector limpia con un paño sus Marks XIX con cañones de 10 pulgadas. Revisa los cargadores. Cuatro balas disparadas por cada arma, ocho cuerpos con los cráneos destrozados. Calcula la distancia que ha recorrido y presiona el botón que transforma esa arquitectura gótica en un montón de polvo. Se saca su ropa, la quema y se coloca su camisa celeste, su corbata negra desarreglada, sus pantalones negros y sus zapatos. La gente corre a ver lo sucedido y el se da vuelta, para crear la sensación de sorpresa y pasar desapercibido. Toma el ómnibus camino a su casa, pero se baja antes. Pasa a la tienda de juguetes y compra un auto a control remoto.
Llega a su casa y su hijo lo espera, ansioso, lleno de júbilo. Sabe que su padre le trae un regalo. El pequeño recibe el obsequio, lo abre y le da las gracias a su papá. Pero en la cara del niño hay un gesto que al padre le parece extraño. Él le pregunta qué le pasa y el pequeño responde que quería una pistola lanza dardos. El padre lo mira muy feo y le dice "no, esas cosas son muy violentas".
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